Él miraba

Texto de Marie Geneviève Alquier B.

Él miraba cómo se deshacía el mundo entre los dedos del hombre dios. Existía una época en su vida donde las gaviotas sangrantes de alquitrán depositaban sus abortadas vidas en los pliegues bruscamente agudizados de su consciencia. En aquel entonces no conseguía deshacer el nudo amargo de los afectos perdidos ni respirar la vida con lo siempre dulcemente conocido. Hurgaba en la impaciencia del estado de carencia, en la dificultad del vivir desnudo, en la intemperie de los vientos arremolinados alrededor de sus ventanas, sin poder aquietar el alma intranquila. Se le aparecían fósiles removiendo en danzas interminables los mares interiores del ser de huesos y carne que era todavía, pero sin epidermis aparente, sin piel donde rozar alguna pequeña alegría, algún sorprendente alivio.

Decidió deshacer los demonios, descuartizar las luces negras que destellaban en sus ojos como otros pájaros muertos y limpiar de marea oscura la frente de su pensamiento. Hacía falta valor y también destreza. Hacía falta algún otro lado del espejo donde colar la oleada de sentimientos irreconocidos y empezar a aprenderles, domesticarlos luego, hacer con ellos algún juego nuevo que se pareciera a la existencia.

Seguía mirando cómo se deshacía el mundo. Pero la mente se le abría como un puño largo tiempo retenido que hubiera soltado el sudor. Las voces de sus sienes recuperaban el aire después del silencio y decían nombres nuevos para las cosas.

Cogió primero las alas del pájaro naufragado de sus más largas noches y las hizo miembros extendidos de sus sufrimientos, brazos alrededor de los fantasmas del dolor. Hundió las plumas en la líquida pulpa de su mente y las cubrió de plata y las cubrió de agua, y dio al sueño del espejo la forma de las mentiras de papel donde todo se hace plano y dócil.

Cogió más tarde los gemidos del bosque en las llamas y también los signos de alguna deidad familiar, las siluetas de los hombres, los papeles manchados de noticias huecas, las manos inocentes prendidas de mentiras, lo que encontró delante de su puerta abierta en canal y en las frías rendijas de la casa derribada. Hizo con ello otra vez la oscura alquimia de las aguas y la plata. Y dejó que su obra secara sus arrugas al sol al tiempo que el viento exterior oxidaba sus meandros.

Vio que se hacía de día.

Miraba a veces donde habían marcado sus pasos los largos soliloquios de su noche, las sendas de sus labios en las palabras pensadas, y no veía más que bruma transparente alrededor de un núcleo blanco que no reconocía. No entendía esa nada sorprendente a la que le había robado el alma sucia y mortal.

Pensó que la bruma le venía del alma.

Quitó las otras pieles alrededor de su cuerpo, dejó que la tormenta agitara sus huesos y le alcanzara de lleno donde ya no le servía la vista. El grito salió mudo y potente, erizado, candente. Llagas devenidas suturas por donde se escapaban los maleficios y los duendes, los aliens desconocidos, algún relente de divinidad. Civilizaciones perdidas le venían al encuentro en estas planicies aún desconocidas por donde paseaba su alma.

Esta vez las superficies blancas se tiñeron de texturas nuevas, de bullicios, de hervideros brunos y la obra proyectaba sin fin esos mismos hálitos de bruma teñida de consciencia que ya le miraran una vez desde el otro lado del espejo.

***

París-Tombuctú, una noche y un día : esto fue exactamente lo que pensé viendo desfilar las imágenes bruñidas donde se calca el reflejo abrupto de las cosas, ese quehacer interior donde ya no tenemos mucho que decir porque pertenece a una actividad subterránea que solemos ignorar. ¿Por qué París? me pregunté, ¿por qué Tombuctú? Hubiera podido ser, igual, París Texas. El hecho es que era Madrid Granada. ¿Por qué las culturas inmediatas nos juegan esas pasadas esquizofrénicas? El pensamiento, en cuanto mínimamente soltado, se desvía por senderos irremisibles y absurdos donde no tenemos más remedio que andar; por lo menos andar, hasta ver donde nos lleva la inquietud por las frases oídas y desbridadas dentro de nuestra mente.

Empecé a deducir: París podía ser el núcleo del problema, el alquitrán de la gaviota, el dolor negro y la pérdida de identidad; las referencias no asibles, desaparecidas, borradas; la casa derruida y las rendijas silbantes; la piel inmensamente ausente alrededor de la ausencia...

Tombuctú sería esas tierras calcinadas y hermosas, los meandros del desierto reconocido, la luz cruda y domesticada dentro del alma, las huellas fosilizadas donde reposa la mano del artista. Quizá algún signo nuevo de lo divino disimulado en el bullicio mineral. Tombuctú podía ser eso, o Texas. O Granada.

El hecho es que reconocí la ruta y empecé a preguntar por el viajero. El equipaje tenía que ser ligero para andar sobre las cosas sin fragmentarlas, sin romper ninguno de sus indicios de cambio. El hombre tenía que ser sensato y honesto, lo justamente sensible para descifrar los fenómenos a punto de nacer detrás de los constituidos y flagrantes. Ahí estaba el mundo visible y bastante patético donde recolectar los iconos significativos de la decadencia; ponerlos en evidencia no era lo más difícil pero sí desarmar sus piezas de sombras para luego estructurarlas como elementos contundentes de una nueva arquitectura, la que denunciaría el deterioro y la cercana ruina: tantos ríos desahuciados, tantos bosques comidos, tantos mares ennegrecidos y grasientos...

Pensé que el anonimato de las cosas no podía sino tomar identidad, aun cruel, dentro del crisol de ese alquimista bárbaro que quería denunciar con sus gritos de papel la marcha alocada del mundo.

Y aquí, efectivamente, veía la gaviota ahogada y los signos espirituales deshechos, los hombres deformes, lo vegetal consumido, la tierra violentada y los animales en huida; y un planeta oxidado por los vientos.

Y veía el rostro ignoto de los demonios interiores asomándose al abismo externo, sometidos al azote de la implacable cirugía y echando pestes contra el espeleólogo profanador: aliens extrañando el cobijo, buscando un imposible trayecto de retorno, cimbreando cuerpos y brazos hasta colarse por los pliegues más sutiles de la pública materia. Aliens lúgubres y otros casi guasones; monstruitos despechados y abominados, monstruitos reconocidos y fieles; cavernícolas intransigentes; gnomos panzudos y rebeldes; duendes etéreos, duendes caníbales; entes frívolos, aliens redimidos...

Y Tombuctú esperando en la última parada. Podía ser, pensé, el fruto algo amargo de una saludable catarsis. La arquitectura recién erigida estaba deslumbrante bajo la luz de las miradas y el hombre podía dedicarse por fin a otras guerras.

***

Pero yo seguía pensando en los monstruitos, en los aliens bailando a la luz de una danza macabra que poco o mucho tendría que ver con Saint-Saëns pero que se me antojaba algo genial. Me iba imaginando: seres amorfos bañando en el limbo de los interiores, metidos desde siempre en la cueva mental e inmersos en el más denso silencio, el que acompaña algún que otro ruido sordo y profundo de caverna, ahora lentamente sacados de su letargo y obligados a salir desnudos al balcón del mundo. Yo no quería pensar en la vergüenza -puedo suponer que los entes subterráneos no poseen ese sentimiento tan tercamente humano-, pero sí me complacía imaginar un pudor, una inocencia violada, una timidez de otro mundo que les haría enrojecer por momentos. Y luego la brusca audacia, la osadía de los ignorantes, ese estirarse los miembros y sorprenderse acaparando el espacio todavía extraño, colar las antenas por las cuatro esquinas de ese raro planeta cuadrado, simular fantasías geomórficas, trazar con sus densas materias anatomías gemelas y desdoblarse luego como alas seccionadas, cada una su aventura en el desierto luminoso y humano.

El hecho es que veía mundos nuevos. Alguien me habló de tomas aéreas y empecé a urdir sueños de civilizaciones perdidas; intuía ahí las trazas de sus vaivenes en la faz de la tierra, sus ajetreos cotidianos y las señales de sus sumisiones: las ofrendas a sus dioses, la batallas ganadas y perdidas, la corrosión de la muerte. Ahí, en ese mundo fibroso, habían dejado sus improntas y quien sabe si algunos sueños.

Pensé que los seres interiores son la escritura automática de nuestra mente. Ellos van formando el tejido de nuestro pensamiento sin dejar que intervenga en él ningún razonamiento pensado. Empujan los límites o los merman a su antojo, desbordan nuestras fantasías y se acoplan de pronto en asociaciones imprevisibles, manejan los frágiles hilos del fantasma que somos.

Analicé sus pasos ciegos por la superficie perturbada y busqué la parte que les correspondía de esas turbaciones metálicas, porosas y agitadas como océanos bravíos. ¿Donde habían sus miembros depositado arena o encontrado playas sin explorar? ¿en qué momentos provocarían la tempestad, o ésta les arrojó hacia las orillas de papel? ¿qué tirano les habría obligado a replegarse? ¿o cogerían impulso para salvar un obstáculo invisible para mí? Esa superficie lunar encerraba misterios inaudibles que aullaban sin embargo dentro de cada silencio, es decir de cada arrugada textura.

***

Soy yo, la música de los átomos quien tiembla en cada una de vuestras voces.

Oía susurros y zumbidos, trampantojos de sonoridades distantes como desafiando las aletas de mis oídos y no podía asir ninguno de esos mensajes brumosos. Pero sabía que yo era su destino, que tenían que encontrar alguna brecha de mi mente donde rebotaran en eco y se multiplicaran, hasta alcanzar la parte consciente del sordo pensamiento. La razón me decía la prudencia y el corazón se abría al tiempo a las delicadas sacudidas de mis entrañas.

Había como un primer dolor, algo de sufrimiento expandido y tenue, casi imperceptible y que iba creciendo con la escucha de cada nuevo murmullo. Porque ya escuchaba, y me parecía que no había susurros sino ruidos que se daban contra mi cerebro al intentar penetrarlo. El dolor se hacía punzante y febril, exigente; se negaba a ser gratuito; buscaba alguna recompensa secreta, algún premio a su creciente presencia y una suerte de fruto de la lenta gestación, quizá un alumbramiento.

Cuando se abrieron por fin mis escondidas cortezas, me avasalló el flujo irregular de cien chillidos en huida hacia el espacio. Delirantes. Candentes. Liberadores. Había entre ellos estampidos y gemidos, había implosiones y remotos estallidos, agrios eructos, y gruñidos, y temblorosos agudos. Salían de mi ser todas las fieras sin domesticar y yo entendía por fin atónito y doliente sus pavorosos ruidos, sentía los roces amargos de sus lenguas y dejaba libres los puertos por donde asomarse al otro espacio, el que abrazaban mis dedos y mis gestos. Y les dejé soltarse y expandirse, osar, avanzar en ese mundo húmedo de los sentidos como si fueran animales amaestrables, les enseñé la mano tendida. Cada uno de ellos se refugió en lo que no sabía pero intuía la ignorancia de su primitivismo, algunos acurrucándose en los rincones desnudos y suaves, otros irguiéndose hasta los límites, otros frotando y uniéndose entre los relieves granulosos, y todas esas voces nuevas andando desde la cacofonía del miedo hasta las incipientes sinfonías del conocimiento.

Mi oído recogía ahora las voces de todos, sus desabridas y ásperas voces, y hacían mis manos los gestos simultáneos de la batuta en el aire, rozando el espacio donde me decían sus músicas primarias.

Más tarde me di cuenta de la danza visible de los sonidos y decidí inscribirla en la partitura real de mi existencia, como una obra inacabada... No sabía todavía de la ligereza que estaba por llegar, detrás de la locura desatada de los seres interiores. Tenía que confiar en la pacificación del campo arrasado por donde había pasado una vez su griterío y saber que mi gesto había sido de cordura. Me quedaba por ver las singulares bellezas de sus venturas en mil formas estratificadas o en innovadoras amalgamas integrándose a la materia gráfica de mis sueños.

***

No nos reconocemos en este otro mundo. Cuando alguna brecha empezó a dibujarse en la oscuridad y fuimos todos atrapados en una suerte de locura colectiva que tomaba formas de remolinos y riadas, todos a una, a ciegas, empezamos a agitar nuestras lentas materias y a hacer carrera hacia algo desconocido que ni siquiera veíamos del todo. Allí es donde supimos que no veíamos. Nuestros ojos son de sombras, de infinidades de matices de sombras, y circulamos por los meandros de la materia gris guiándonos por las manchas más oscuras de la oscuridad y también por el tacto y los olores. Nuestro mundo es de grises y húmedos repliegues, de diáfanos valles ennegrecidos, de enmohecidos relentes. Alguna vez huele a caliente útero y crees sentir colinas de queso bajo tus pies, tan suaves.

Los primeros que pasamos por la brecha y nos asomamos a este lado del mundo -le he oído, hoy, hablar del otro lado del espejo- sabíamos ya que no teníamos ojos para esto. Sentíamos a los demás precipitarse detrás de nosotros con la impaciencia, de los pioneros o de los desahuciados, y no podíamos ni siquiera avisarles del peligro: un mundo efervescente y cegador, abierto, desabrido. Nuestras miradas incapaces de distinguir matices y nuestros sentidos inútiles ante ese brusco universo sin olores ni manchas. Nuestra emersión condenada al fracaso al aprehender de golpe el vacío.

Pero teníamos que seguir, ir a tientas por una superficie que extrañaban nuestros cuerpos e intentar distinguir, entre las opacidades blancas, una suerte de sendero o un rincón de posible descanso. Pero no había nada que no fuera viento frío y vacío, y los de atrás, empujándonos y obligándonos al suicidio.

Fuimos errando por la luna blanca.

Nadie sabía de tiempo; quien podía saber a qué equivalía un instante o una eternidad si nuestro tiempo se confunde con la lentitud de las piedras y el progreso de los océanos. A mí me parecía que nuestra vida estaba bruscamente amenazada de extinción, que nos precipitábamos todos de cabeza hacia el fin de todos nuestros tiempos atesorados en la penumbra de la cueva. La rueda de algún infinito ridículamente corto se apresuraba a rodar detrás de nosotros dispuesta a aplastarnos y nuestra materia corpórea, tan delicada, se desgastaba en cada paso como si hubiésemos vivido ya cien vidas. Estábamos atrapados en un tiempo esquilmado donde lo urgente era alcanzar alguna falla, para descansar o para extinguirnos.

¿Quien nos dijo quienes éramos? ¿En qué momento nos distinguimos los unos a los otros sabiendo quien era cada uno? Recuerdo que sentimos algo, un algo inmensamente desgarrador que no conocíamos de antes y nos pareció tibio y bueno. Y nos reconocimos todos como gemelos bruscamente identificados, separados y libres. Allí estaba la pasión y el odio y el rencor, y los celos, y el amor y la ira y la impotencia y la rabia y la ternura, y otra infinidad de entes hermosos o afeados, complicados o simples, lisos, arrugados, gigantescos, diminutos y frágiles, enfermos, tan diversos.

Y algo grande y hueco, suave, cálido, nos guiaba ahora y nos recogía por las esquinas, nos acunaba y nos daba nombres y espacios propios; nos llamaba como hijos -más tarde supe que era su mano quien acariciaba un poco nuestras frentes y tranquilizaba nuestras fiebres-. Todos fuimos encontrando con ella un hueco donde respirar y otras colinas suaves bajo los pies. Empezamos a distinguir el mundo éste de afuera y aprendimos los colores del blanco, todos los colores del blanco, manchándolos por momentos con nuestras opacas sombras.

Entonces, algunos de nosotros se desvanecieron, poco a poco, dejando espacios inviolables que todos respetamos y miramos de lejos. Nos fuimos acomodando a los relieves de este otro planeta que aún no sabemos nombrar pero que nos va amaestrando con sus instantes fugaces y sus luces estridentes.

Yo, personalmente, he ido estirándome sobre las faldas de una montaña de curvas antiguas y apacibles. Alrededor mío, se perciben algún hervor líquido y ruidos agradables de sonidos claros que me mecen. Desde lo alto -se lo he oído decir hace poco a él - parece que dibujo una forma casi humana: un cuerpo algo bruñido, una cabeza dulcemente recostada entre los brezos de la montaña, mis pies tocando el río. Casi no me muevo del sitio y me llevo bien con los que me encuentran en el camino. Sé que esta vida es corta y aprovecho a sentir la tierra templada contra mi costado.

Y le dejo que me llame Tombuctú.

Marie Geneviève Alquier B.

Madrid, Enero 2001